miércoles, 9 de abril de 2008

Señores y sirvientes

Pierre Michon

Evocado por Carlos


Fragmento del capítulo “Quiero solazarme”, correspondiente a Señores y sirvientes, de Pierre Michon. El cura de Nogent, antaño modelo y ahora casi amigo de Jean Antoine Watteau (a quien, «en sus años mozos le pareció un intolerable escándalo que no fueran suyas todas las mujeres»), lleva a casa del pintor a unas conocidas del cura, primas entre sí:



      También fue para que se distrajera para lo que llevé a su casa a Agnès y Elisabeth, hija la una y sobrina la otra de un burgués amigo mío, ambas muy dadas a las risas incontenibles, los intercambios de notitas y la melancolía fingida, muy dadas, sobre todo, a buscar de quién enamorarse, inocentes pero picoteras, lechales, primas. Para que se distrajera lo hice; pero no soy tan buena persona, fue también para tentarlo.
      Estaba trabajando entonces en una composición de gran tamaño, un encargo para la Academia o para algún comerciante, lo he olvidado; poco me acuerdo de aquel cuadro: sólo veo ya un bosque alto, en cuyo centro habían abierto sus pinceles una brecha de considerable tamaño por la que se colaban unas nubes, mucho color blanco, e incluso un templete remotamente parecido a aquel en el que él pintaba, pero espectral y repetido en el agua; como de costumbre, titubeaban unas mujeres ante aquella oquedad. El paisaje estaba ya pintado, las figuras sólo esbozadas; preguntó a Agnès y Elisabeth, con la boca chica, si querían ser esas mujeres. En presencia de ambas parecía molesto, quizá cortésmente irritado, y las miraba mucho. Las dos chiquillas, por descontado, se escandalizaron, se ruborizaron, se consultaron con el rabillo del ojo, y no dijeron que no; él tenía atuendos elegantes, y algunos de teatro, con los que vestía a las personas de uno u otro sexo, según las que encontrase dispuestas a posar; anduvo revolviendo dentro de un armario y regresó con un brazado de sedas crujientes, de satenes de color de rosa, de satenes azules, de vestidos escotados y corpiños. Las niñas se veían ya marquesas y palmoteaban. Se engalanaron en la habitación de al lado y se oían sus risas. Él y yo no nos mirábamos. Las colocó en la postura adecuada: ya las tenía conquistadas; y bien creo que no tardaron en perder de vista a ese pintor que, al principio, las intimidaba; y no quedó, en su lugar, sino alguien más cercano y de más dulces secretos, un sastre puesto a su servicio, muy ocupado en drapear telas sobre sus personitas, un peluquero quizá, con aquel buen gusto que tenía para peinarlas, recogiéndoles todo el cabello en lo alto de la cabeza y clavando encima, en aquella espesura estremecida, un airón, para dejarles las orejas y la nuca brindadas, las mejillas más redondas y los senos más próximos, como anunciados. Hizo de ellas rápidos esbozos de pie, en cuclillas, sentadas; casi siempre de espaldas. Se prestaban con amanerada buena voluntad a aquella representación. Él, agraviado, bocetaba en tres colores, como si de unas hojas se tratase, aquellas manos delicadas, aquellos menudos pies calzados.
      ¿Unas hojas, en verdad? Poco les faltaba a éstas para estremecerse, y no precisamente con la brisa; y bien que lo notaba él. Estaba más serio que nunca, demasiado serio. En su presencia, en presencia de aquellos corazoncitos sobrenaturalmente ataviados, ardiendo en la hoguera de que los mirasen y de saber que alguien los tenía a su merced, se convertía en otro hombres, desaparecía su gusto por las bromas: sólo le quedaba ya una intensa inhibición asaz cómica en opinión mía, una suerte de tirantez en todo el cuerpo, un envaramiento de las pantorrillas y los brazos de la que sólo se libraba la mano derecha, desligada, prodigiosamente libre como solía, cortando, distorsionando, dando profundos toques. La mirada estaba al acecho, pero imposible decir si era jubilosa por ver la presa a su alcance, o si conjuraba a esa presa en vano para que acudiese. No me hizo mucho más caso que si hubiera sido un mueble; yo había dejado de existir; él sólo dirigía la palabra a una de las muchachas, o a la otra, brevemente y con bastante rudeza, para que cambiasen de postura, lo mirasen, inclinasen la nuca: creo que ellas tomaron por laconismo de eficaz artesano lo que no era sino el suspiro irritado y clandestino del obro hambriento que está afilando por debajo de la mesa sus cuchillos, pero eso sólo lo supe más adelante, y ellas también.
      Volvieron muchas veces; estaban entusiasmadas con él, o con la tarea de posar a que las sometía. No volví a estar presente en esos encuentros; pero sé que usó a las primas para muchos cuadros, en los que, luego, pude reconocerlas. Agnès más rubia, y Elisabeth más llenita, más dichosa, con el cuello más imperioso y la risa más aguda, arrobada. Me ausenté en el mes de enero, pues los asuntos del obispo me obligaron a salir de viaje. No volví a Nogent hasta finales de marzo. Un atardecer —era por Semana Santa, caía ya la noche, llovía como llueve a finales de Marzo—, regresé a casa del pintor.
      El parque se abre en la parte alta del valle y desciende en suave pendiente hasta el Marne; el pabellón se halla a mitad de la cuesta, a la derecha, cerca de unos bosquecillos que lo ocultan un tanto; bordeando la cerca de la izquierda, el camino real baja hacia el puente del Marne, que queda oculto bajo una doble cortina de avellanos; entre el pabellón y el camino, hay una amplia extensión de pradera al descubierto, una pradera ingenua contra el fondo del cielo, que es, en verano, como las cosas que él pinta. La lluvia azotaba ese prado, el cielo bajo lo agobiaba, la noche se le venía encima. Yo estaba calado y me sentía viejo. Llegué a un punto equidistante entre el edificio y el camino, dominando aún ambos; se abrió allá abajo una puerta con violencia, con un estruendo de cristales opacos tras la pantalla de la lluvia; alguien salió y corrió por el suelo empapado con paso raudo, pero torpe, como corren las muchachas: era Elisabeth, vestida de satén azul, desabrochada, chorreando; la reconocí cuando pasó sin verme a pocos metros de mí, cruzando la candorosa pradera bajo el cielo sucio; el agua le soltaba los cabellos recogidos; el airón de plumas le colgaba, pegado a la mejilla, como un ala de ave de corral muerta; miraba el cielo blanco y lloraba, con la boca muy abierta para una suerte de risa; se recogía la falda con ambas manos y andaba a pesados trompicones, pisando con las medias blancas por la hierba embarrada. Agnès le iba a la zaga, a distancia; caminaba deprisa, pero no corría, y llevaba el manto echado por la cabeza; me pareció que la llamaba; y también iba o riendo o llorando. Aquellas dos siluetas que se me aparecían eran desastrosas y apasionadas, muy patentes. Redoblaba la lluvia. Un galope a la izquierda me hizo volver la cabeza: por el camino real desaparecían sin tregua por entre los avellanos negros y volvían luego a aparecer unos jinetes de uniforme que corrían hacia el puente del Marne, con la sobreveste al viento y la cabeza pegada al cuello del caballo; los caballos y las guerreras eran de una palidez de cielo: creí ver en ellos la gran cruz lívida con flores de lis volando como un ave nocturna: unos mosqueteros ebrios, sin duda, cegados a lomos de sus rollizos caballos, corriendo brutalmente a la carga bajo el agua, camino de un refugio, de una basa para poner a secar las botas y los plumeros, igual que habrían corrido a la carga con la espada desnuda bajo el fuego de la batalla. Desaparecieron de repente las empapadas sobrevestes, decayó el galope de súbito, igual que callan los tambores de los ejércitos en retirada, extenuados, vencidos entre las lluvias de Flandes: bastó el breve tiempo que tardó en imponerse y abolirse aquella visión brutal para que desapareciesen las muchachas: la pradera catastrófica estaba de nuevo lista para los violines del verano. Él se hallaba a mi lado, inmóvil, con la peluca chorreándole sobre la casaca. Me miraba con la boca abierta; y, de pronto, rompió en una risa interminable: yo estaba con las manos colgando y un porte de imbécil; intenté sonreír y me anegó la vergüenza de todo aquello. No pregunté nada.

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