sábado, 10 de enero de 2009

Juan Marsé

Teniente Bravo, evocado por Carlos

Un cuento simpático, magnífico. Nada es inequívocamente malo ni bueno ni tonto ni listo ni bonito ni feo. El teniente Bravo hace una demostración a sus reclutas de cómo se salta un potro.




      Los brazos en jarras, la barbilla enhiesta, miró al potro con desafiante apostura, calculando la velocidad y el ímpetu del salto. No se lo pensó mucho. Doblando un poco la cintura, dio un imperceptible saltito a modo de estímulo y emprendió la carrera, espoleándose el muslo con la fusta. Corría con buen estilo, pero no daba la impresión de velocidad ni de empuje —le ocurría exactamente lo mismo cuando jugaba al fútbol con los reclutas: mareaba al adversario con endiablados quiebros y fintas, pero nunca daba la sensación de poder llevarse el balón hasta la portería contraria, a no ser que ellos se lo permitieran, lo cual ocurría a menudo.
      Mucho antes de llegar al potro, el teniente se dio cuenta de que andaba lento.
      Cuando le faltaban un par de metros sujetó la fusta con los dientes y dejó las manos libres, juntó los pies y saltó. Se elevó poco, y además no soltó a tiempo las manos del potro y la bota izquierda tropezó con la muñeca. Llevaba tan poco impulso, que casi no fue una caída; se abrazó al potro y se dejó resbalar suavemente del otro lado hasta apoyar la mano en el suelo. Todo ocurrió tan rápido que nadie tuvo tiempo de reaccionar, y cuando el sargento inició un ademán de ayuda, el teniente ya se había incorporado.

      —No pasa nada —dijo recuperando la fusta y el gorro, que se encasquetó jovialmente sobre los ojos echando la cabeza hacia atrás, dedicándole muecas al sol y a sí mismo. Sonriendo, flexionó las piernas un par de veces y hubo risitas en el pelotón, pero no exactamente de burla; risas solidarias con el teniente, con su estilo acrobático y volatinero, con su deportiva manera de encajar un revés.
      Se quedó un rato observando al potro de cerca, mientras se ajustaba los guantes, y luego se encaminó otra vez hasta más allá de la línea que él mismo había trazado. Dos gallinas le siguieron un trecho, luego se desviaron picoteando la tierra con saña. Al darse el teniente la vuelta en la orilla de la explanada, cerca de las porquerizas, los cerdos empezaron a chillar todos a una como obedeciendo a una orden, una lenta ráfaga de viento levantó un ala de polvo bermellón y el recluta Folch vio a su abuela sentada en una silla baja junto a la era, desplumando una gallina en su regazo, a miles de kilómetros de allí.
      Cuando el recluta volvió a abrir los ojos en medio del polvo, el teniente Bravo estaba inmóvil en la línea de salida, la mirada fija en el potro. Se concentró unos segundos, bajó la vista, se gritó a sí mismo «¡Ya!» y emprendió una carrera más reflexiva y voluntariosa, más estratégica; balanceaba ligeramente los hombros, parecía ir más confiado, sobrado de facultades. Sin embargo, no llevaba más velocidad ni más fuerza que la vez anterior, era solamente una especial confianza en sí mismo que le proporcionaba la bondad de su estilo, sus buenas maneras y su entereza y serenidad ante cualquier riesgo. En eso era muy exigente consigo mismo y con la tropa: «¡Folch, destripaterrones, manejas el fusil como si fuera un azadón!», gritaba en las prácticas de tiro, «¡La bala hay que mimarla! ¡No basta con tener puntería, manazas, payés del carajo, hay que tener estilo! ¡Modales de soldado, coño!», y sus duros ojos negros, mientras se paseaba a lo largo de la línea de fusileros cuerpo a tierra, espiaba por encima del hombro la furtiva relación personal que cada recluta establecía con su fusil: la mano golpeando rabiosamente el cerrojo, metiendo la bala en la recámara, restregando suavemente la mejilla en la culata, acariciando el gatillo con el dedo. A mitad de carrera el teniente vio la cabra que se le iba a cruzar, pensó «Carmencita, cabrona» dulcemente y parpadeó confuso como si despertara de un sueño. La cabeza enhiesta, una gallina trotaba en el reguero de agua negra y hedionda que provenía de las porquerizas, salpicando a la cabra. El teniente cambió el paso y afrontó el potro alegremente, el cuello muy estirado y el elegante torso envarado en el aire como si volara sentado con la espalda muy recta. Pero el pesado lastre de las piernas impuso su ley y, mientras todavía se elevaba, el teniente recibió la certeza del descalabro como una bofetada en la frente y echó la cabeza para atrás igual que un caballo frenado en plena carrera. Con la punta de las botas —las dos, esta vez— rozó el lomo del potro y cayó escorado sobre el costado, de manera fulminante, como si la tierra quisiera tragárselo.
      Esta segunda caída lo hundió en la perplejidad y permaneció sentado en el suelo durante unos segundos, meditando su mala
suerte. Tenía una raspadura en la barbilla, difusa, como si sudara sangre, y desgarrado el guante de la mano derecha. El sargento ya había recogido el gorro y la fusta y estaba indeciso a su lado, mirándole con sus pequeños ojos amarillos incrustados en morcilla que reflejaban preocupación y alarma, cuando, en el pelotón, se escuchó la voz ronca y estomacal: «Se va a caer, mi teniente.»
      El sargento dio un respingo como si le hubiese picado una avispa.
      —¡¿Quién ha sido el gracioso?! —bramó—. ¡Que salga de la formación ahora mismo o de lo contrario os mando a todos a la cocina a pelar patatas hasta que os licencien! ¡Pero ya, rápido!
      —Tranquilo, sargento —el teniente se incorporó elásticamente, de un brinco, y esta vez apenas sacudió el polvo de la sahariana ni recompuso el correaje—. Luego nos ocuparemos de eso.
      —Por lo visto tenemos aquí a un listillo —dijo el sargento—. ¡Da la cara, payaso! ¡Con el fusil y el macuto y una emisora en la espalda les obligaría yo a saltar, mi teniente, a ver si les quedaban ganas de cachondeo!
      —Saltarán cuando yo diga.
      Jadeando un poco, el teniente se paseaba de nuevo alrededor del potro con los brazos en jarras. El sargento, furioso, en tres zancadas se situó detrás de la formación farfullando amenazas y escrutando los cogotes pelados de los reclutas como si quisiera taladrarlos con los ojos: «Os voy a meter otro pelado a navaja que se os verán los sesos.» El teniente le reclamó la fusta y se golpeó con ella los tacones altos y bruñidos de las botas, examinándolos a la patacoja, pensativo. Son las botas, se dijo a regañadientes, lamentando no habérselas quitado. El sargento carraspeó a su lado:
      —Son las botas, mi teniente. Pesan lo suyo. Debió quitárselas antes de venir.
      —Sé muy bien lo que pesan mis botas, sargento.
      —Con su permiso, yo que usted me las quitaría —dijo el suboficial con la voz neutra, rasposa—. Seguro que el problema está ahí...
      —No hay ningún problema con las botas, sargento. Estoy calculando mal la distancia, eso es todo.
      —Ah, si es eso —concedió el sargento—. De todos modos, mi teniente, esos tacones, y además el correaje y la pistola...
      —Vamos a dejarlo, sargento.
      Una bandada de frenéticas gaviotas sobrevoló las porquerizas y los cerdos arreciaron en sus chillidos.
      El sargento Lecha no se daba por vencido:
      —Con su permiso, mi teniente —añadió con talante reflexivo—, se me acaba de ocurrir una cosa... ¿Y si ponemos el potro más lejos?
      El teniente lo miró en silencio y, mientras se frotaba vigorosamente la barbilla dolorida, esbozó una mueca de fastidio. «Soy yo el que debe situarse más lejos», murmuró lanzando un guiño de complicidad al pelotón: «Siempre más lejos, ¿verdad, muchachos?» Algunos reclutas asintieron sonriendo, en especial el grupito de sabihondos pelotillas barceloneses —Malet, Marés, Molist, Munné—, y el teniente añadió: «Me está bien empleado, por confiarme. Bien, a la tercera va la vencida.»