sábado, 28 de junio de 2008

Osvaldo Soriano

Una sombra ya pronto serás

      Evocado por Dani


      Detrás de la oficina del Automóvil Club pasaba un alambrado que se perdía a la distancia y protegía un mundo que me era ajeno y hostil. De pronto recordé que había soñado con eso: un laberinto asfixiante en el que por más que caminara siempre estaba en el mismo lugar. Algo me atrajo, quizá la incertidumbre o mi propio miedo y me largué a correr hacia cualquier parte. En la ruta vi un tipo subido a un poste de teléfono que miraba a lo lejos. Pensé que buscaba lo mismo que yo pero después me di cuenta de que estaba cortando los cables mientras otro, en el suelo, los enrollaba con destreza profesional. El cobre se había lavado y los rollos amontonados al borde del camino brillaban como las coronas de los santos. Los dos ladrones se demoraron un momento, sorprendidos por mi carrera silenciosa. A lo lejos, donde comenzaba a borrarse el asfalto, distinguí las siluetas y el piano que parecía un gigantesco ataúd velado por una cofradía demente. Pensé que si Dios existe estaba allí, mezclado con los músicos, dictando el último salmo o abriendo el juicio final. Los del colectivo 152 tocaban un Requiem solemne pero sin tristeza mientras en la línea de la llanura asomaba una brizna de luz rojiza. Parecían espectros que de vez en cuando tendían el brazo para dar vuelta una página de la partitura. El viento les inflaba las camisas y las polleras y a veces les arrancaba las hojas de los atriles. La chica del piano tenía rizos colorados o tal vez eran los reflejos del amanecer. A uno de los violoncelistas le faltaba un vidrio de los anteojos y el tipo del contrabajo tenía que agacharse para acompañar el instrumento que se hundía poco a poco en el barro. Los ladrones llegaron hasta donde estaba yo y se sentaron sobre las parvas de cobre a escuchar con la boca abierta. Cuando el sol se levantó todos estábamos como desnudos. El piano se hizo más negro y la tapa abierta le daba el aspecto de un pajarraco abatido por la tormenta. Los músicos eran doce o quince y se despedían sin rencor de algo que habían querido mucho y por demasiado tiempo. No había otros colores que los del cielo espléndido y los grises del campo me parecieron de una melancolía abrumadora. Mozart debía estar dándoles su aprobación y ellos lo sentían porque en sus caras había sonrisas jubilosas. Hasta que todo terminó. El apoteosis de las últimas notas se desvaneció en un cortejo de hombres y mujeres pequeños que se perdían como hormigas preparándose para un largo invierno.

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