domingo, 28 de septiembre de 2008

Vladimir Nabokov

de Un lance de honor, evocado por Carlos


      El infausto día en que Antón Petróvich conoció a Berg existía sólo en teoría, porque no le había pegado en su memoria la etiqueta de una fecha y ya resultaba imposible identificar ese día. Grosso modo, sucedió el invierno pasado por Navidad, en 1926, Berg surgió de la no existencia, saludó con una inclinación de cabeza y se acomodó de nuevo en un sillón en lugar de en su no existencia anterior. Fue en casa de los Kurdyumov, que vivían en St Mark Strasse, donde Cristo dio las tres voces, en el barrio moabita de Berlín, creo. Los Kurdyumov seguían siendo los indigentes en que los había convertido la Revolución, mientras que Antón Petróvich y Berg, a pesar de ser también expatriados, habían conseguido hacerse algo más ricos. En esos días, cuando aparecía en el escaparate de alguna tienda de artículos para caballeros una docena de corbatas todas parecidas, de un color ahumado y luminoso —digamos, el de una nube en una puesta de sol—, junto con una docena de pañuelos en exactamente los mismos tonos, Antón Petróvich compraba tanto la corbata como el pañuelo de moda y cada mañana, camino del banco, tenía el placer de encontrarse con la misma corbata y el mismo pañuelo que llevaban dos o tres señores que también se dirigían con prisa a sus oficinas. En algún momento tuvo relaciones de negocios con Berg. Berg era indispensable, llamaba por teléfono cinco veces al día, empezó a frecuentar su casa y contaba chistes interminables: caray, cómo le gustaban los chistes. La primera vez que fue a su casa, Tanya, la mujer de Antón Petróvich, opinó que parecía inglés y que era muy divertido. «Hola, Antón», bramaba Berg, y se abalanzaba sobre la mano de Antón con los dedos extendidos (como hacen los rusos) y se la estrechaba vigorosamente. Berg era ancho de hombros, fornido, iba bien afeitado y le gustaba pensar de sí mismo que era como un ángel atlético. En cierta ocasión le mostró a Antón Petróvich un viejo cuadernito negro. Todas las páginas estaban llenas de cruces, quinientas veintitrés en total exactamente. «Un recuerdo de la guerra civil en Crimea», dijo Berg con una leve sonrisa, y añadió con toda tranquilidad: «Por supuesto, sólo conté los rojos que maté en el acto.» El hecho de que Berg fuera un ex soldado de caballería y hubiera luchado a las órdenes del general Denikin despertaba la envidia de Antón Petróvich, y no podía soportar que Berg hablara delante de Tanya de incursiones de reconocimiento y ataques a medianoche. En cuanto a Antón Petróvich, era paticorto y más bien rechoncho y llevaba un monóculo que, en sus ratos libres, cuando no estaba enroscado en la cuenca de su ojo, pendía de una cinta negra y estrecha, y cuando Antón Petróvich se repantingaba en una poltrona, relucía como un ojo tonto en su vientre. Un furúnculo extirpado dos años antes le había dejado una cicatriz en la mejilla izquierda. Esa cicatriz, lo mismo que su bigote tosco y desmochado y su gruesa nariz rusa, se crispaba de tensión cada vez que Antón Petróvich se enroscaba el monóculo. «Deja de hacer caras», solía decirle Berg. «Una más fea no vas a encontrar».
      En sus vasos flotaba un ligero vapor sobre el té; a un éclair de chocolate medio despachurrado en un plato se le había salido el relleno cremoso; Tanya, con los codos desnudos apoyados en la mesa y la barbilla en los dedos entrelazados, miraba cómo se elevaba el humo de su cigarrillo, y Berg estaba tratando de convencerla de que debía llevar el pelo corto, de que todas las mujeres, desde tiempos inmemoriales, lo habían llevado así, de que la Venus de Milo llevaba el pelo corto, mientras que Antón Petróvich se oponía con argumentos acalorados y Tanya se limitaba a encogerse de hombros y a tirar la ceniza de su cigarrillo dando un golpecito con la uña.
      Y de pronto todo llegó a su fin. Un miércoles a finales de Julio Antón Petróvich se marchó a Kassel por razones de trabajo y desde allí le mandó un telegrama a su mujer diciendo que regresaría el viernes. El viernes vio que tenía que quedarse una semana más por lo menos y envió otro telegrama. Sin embargo, al día siguiente la operación que había ido a hacer se vino abajo y, sin preocuparse de mandar un tercer telegrama, Antón Petróvich regresó a Berlín. Llegó a eso de las diez, cansado y nada satisfecho de su viaje. Desde la calle vio que había luz en las ventanas de su dormitorio, hecho que le transmitía la información consoladora de que su mujer estaba en casa. Subió hasta el quinto piso, abrió la puerta de triple cerradura haciendo girar la llave tres veces y entró. Al atravesar el vestíbulo oyó el sonido regular del agua que salía del grifo en el cuarto de baño. «Sonrosada y húmeda», pensó Antón Petróvich con tierna expectación, y llevó el maletín al dormitorio. En el dormitorio estaba Berg, de pie ante el espejo del ropero, poniéndose la corbata.
      Antón Petróvich depositó maquinalmente su maletín en el suelo sin dejar de mirar a Berg, el cual alzó hacia un lado el rostro impasible, tiró de un trozo de su vistosa corbata y lo pasó por el nudo.
      —Sobre todo no te excites— dijo Berg, apretándose cuidadosamente el nudo—. Por favor, no te excites. Quédate completamente tranquilo.
      Tengo que hacer algo, pensó Antón Petróvich, pero ¿qué? Las piernas le empezaron a temblar, sintió que ya no tenía piernas, sólo ese temblor frío y doloroso. Haz algo pronto… Empezó a sacarse un guante. El guante era nuevo y le estaba muy ceñido. Antón Petróvich no hacía más que menear la cabeza y murmurar maquinalmente «Márchate inmediatamente. Esto es horrible. Márchate…».
      —Me voy, me voy, Antón —dijo Berg cuadrando los anchos hombros mientras se ponía la chaqueta sin prisas.
      «Si le pego, él también me va a pegar», pensó Antón Petróvich como una ráfaga. Logró sacarse el guante con un tirón final y se lo arrojó torpemente a Berg. El guante dio contra la pared y fue a caer en la jarra del lavabo.
      —Buen tiro —dijo Berg.
      Agarro su sombrero y su bastón y se dirigió a la puerta pasando por delante de Antón Petróvich.
      —A pesar de todo, vas a tener que venir a abrirme —dijo—. La puerta de la calle está cerrada con llave.

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